La manecilla pequeña del reloj estaba fijada en el número seis, cuando Mark
se sumó a la lista invisible de Ignacio Brosnoli.
Fue y dijo:
-No duermo, el sueño ya no me quiere, no
viene.
Una vez más Ignacio preguntó:
-¿Causa?
-El día y la noche, el continuo hacer y
deshacer de la vida, los sinsabores de una alegría maltrecha.
Y cómo único consejo:
-Toma pastillas.
El día anterior, Guido Detroski le confesó
su aparente mala suerte en el amor
-Me gustan pero su recuerdo me gusta más,
no son ellas, soy yo, las conozco vamos al cuarto , me enamoro y le digo adiós
y lloro como el niño a quien le han quitado su mejor amigo de apenas diez minutos
de conocido.
Y como consejo:
-Deja te de enamoramientos, mejor si lo metes y no
prometes.
Charles fue después de Mark:
-Hay alguien más que yo en mí, es otro yo,
solo existe en mis pensamientos, cuando hablo soy uno, cuando pienso soy otro.
No fuese tan malo si pudiera decírselo a alguien pero me está vedado y no sé
por cuál de los dos.
-Tienes que ir a un psiquiatra.
Luego vino Spencer
-Lloro, la otra vez me dijeron ‘inconforme
con quien eres’ y fueron 30 minutos de lagrimas impúdicas, ciegas porque estaba
con mi madre y hermanas, no se apiadaron, me dejaron la cara corrompida de
formas extrañas , ojos y nariz de un rubi sin brillo con olor a fétida sal y
mocos verdes pegajosos.
-Razón- preguntó su amigo.
La mayoría de veces he llorado por insultos
como ese y quizás no sean realmente insultos solo que saber que los demás
reconocen mi debilidad, me agravia, me extenúa más. Me parezco a la tortuga que
jamás sale de su caparazón excepto cuando miran su lado oculto, hasta para
ella.
El hecho aquí (ya entrevisto) es el don de
escucha y consejería inútil de Ignacio que ejercía en los amigos, en los amigos
de los amigos y conocido de los amigos y conocidos de los conocidos.
Reparándose de los consejos indiferentes
que daba a los desdichados,se arriesgó al método menos practicado (y es
entendible el porqué) por cualquier psicólogo o psiquiatra, admitiendo la débil
esperanza de lograr comprobar su teoría de que en un problema de un hombre están
las causas de infelicidad de todos los hombres.
Quería engendrar intencionalmente en él
mismo los problemas de cada uno de ellos y obtener la fatídica solución para
luego suministrarla a sus amigos.
El orden no importaba.
Fue al burdel más cercano y se aventuró en
el mal de Guido; la desgracia del amor.
-Vamos a mi casa, es mejor que aquí –le
dijo a la muchacha flaca y blanda a fuerza de tantos ultrajes por viejos
adúlteros. Ella aceptó.
Fue un sexo escueto, con sabor a residuos
de otras pieles y la inocencia de alguien quien nunca antes ha amado.
No requirió una alteración de sus fuerzas
para incurrir en el insomnio, Pensaba y repensaba en el sucedo de hace unos minutos,
y en el GRAN problema en que se había metido, quizás desprovisto de solución.
Ahora, el otro mal: llanto, Para el casi
indolente Ignacio esta suponía ser la más ardua tarea.
Esa incertidumbre se esfumó cuando la
muchacha al día siguiente se marchó.
No sé si Brosnoli logró enamorase, creo que
él tampoco lo supo, pero lloró. Lagrimas puras bajaban de sus ojos
somnolientos, las gotas de agua más tristes y primeras y últimas de alguien que
ve a la única mujer que nunca quisiera, cerrar la puerta. Lagrimas
insoportables para unos ojos estoicistas. Lagrimas que se confundían en los
días en que el cielo lo perforaba con su lluvia. Y la gente miraba indiferente.
No importa, jamás lo volveré a ver –seguro pensaban.
Quieto en su cama Brosnoli mira el dibujo
de las moscas en el techo, oye el rugir del viento. En las lentas horas se
entretiene con un libro que jamás termina. Y ahí es cuando te cobran el precio
por tener memoria o más bien, porque el corazón elija y no tu cabeza. Empiezan
los va-i-vén, los sí y no del amor, los no siento pero no hinques el recuerdo
que cualquiera siente su aguja. Ya había tomado pastillas pero en vano son
éstas si lo que se quiere es dormir al corazón.
Brosnoli estaba ansioso, iba a llamar a un
amigo para contarle sus recientes aflicciones pero se detuvo en el recuerdo del
último y más raro mal, el de Charles.
La individualidad para él y para muchos es
tema muy difícil, y más cuando se es consciente de ella. El silencio es la
forma de soledad más triste, te encierras en una mente que no deja salir
chillidos de palabras, te abruma y sigues caviloso sin caer en cuenta de lo que
estás haciendo, y de ese acto tan extraño y tan de siempre es de lo único que
nunca nos vamos a despojar. Todos los anteriores males habían atacado a alguien que tenía los labios sellados invisiblemente por el silencio, el mayor sellador.
La voluntad tuvo un extraño y tenaz papel
en el asunto, porque se había enamorado otrora, había llorado otrora, había insomniado otrora, pero
lo que falto hacer otrora fue probar, y más que eso, saborear el arte del
silencio.
No se excedía en el egoísmo de contar sus
pesadumbres pero nunca un dolor digno de proferir se retuvo al silencio.
Descartando males dio con el problema de su
teoría:
El amor no correspondido con un grito a los
mil vientos podía apaciguarse.
El insomnio despertando a otro no se
siente.
Las lágrimas si alguien las sabe secar son
un agradable mal.
Inevitablemente quedó el silencio.
El silencio- se dijo- sólo lo apaga la
muerte.
Entonces fue y termino con él.
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